Discurso que debió pronunciar Cortázar en 1983 en la Universidad de Sitges y fue suspendido por motivos de salud (el escritor moriría meses después).
Hace años que muchos de los aquí presentes enfrentamos el problema que motiva esta reunión, y particularmente el que me atribuye el temario: el quehacer del escritor en América Latina. No es necesario reiterar nociones que se han vuelto muy claras para todo intelectual responsable, entendiendo por responsabilidad la conciencia de la libertad y de la autodeterminación de nuestros pueblos y la decisión de participar en el proceso que los lleve a ellas o las consolide si ya están logradas. Viejas polémicas sobre el llamado compromiso del escritor se ven hoy felizmente superadas por una problemática concreta: ¿Qué hacer además de lo que hacemos, cómo incrementar nuestra participación en el terreno geopolítico desde nuestro particular sector de trabajadores intelectuales, cómo inventar y aplicar nuevas modalidades de contacto que disminuyan cada vez más el enorme hiato que separa al escritor de aquellos que todavía no pueden ser sus lectores? Por poco dotados que estemos muchos de nosotros en el terreno práctico –y creo que somos mayoría, puesto que nuestra práctica es otra-, a nadie puede escapársele ya la importancia de esta etapa en la que los análisis teóricos parecen haber sido suficientemente agotados y abren el camino a las formas de la acción, a las intervenciones directas. Como ingenieros de la creación literaria, como proyectistas y arquitectos de la palabra, hemos tenido tiempo sobrado para imaginar y calcular el arco de los puentes cada vez más imprescindibles entre el producto intelectual y sus destinatarios; ahora es ya el momento de construir esos puentes en la realidad y echar a andar sobre ese espacio a fin de que se convierta en sendero, en comunicación tangible, en literatura de vivencias para nosotros y en vivencia de la literatura para nuestros pueblos.
El puente, como imagen y como realidad, es casi tan viejo como el hombre. Un poema ha sido siempre un puente, como una música, o una novela, o una pintura. Lo que es menos nuevo es la noción de un puente que partiendo de un lugar habitado por esas novelas, esas músicas y esas pinturas, se tienda hacia otra orilla donde nada de eso ha llegado o llega verdaderamente. Los puentes que tienden las editoriales, por ejemplo, unen a los escritores con los lectores, pero más allá de la zona de ese tráfico se abren los páramos de la soledad y de la incomunicación, quizá en menor escala en un país como éste, pero en proporciones pavorosas en el conjunto de América Latina. Y por eso la noción de quehacer, que nos reúne hoy aquí, parte obligadamente de algo que las ilusiones urbanas, los humanismos elitistas y las buenas conciencias intelectuales prefirieron ignorar o escamotear, de la misma manera que tantos gobiernos y tantas políticas se atrincheran en el circuito de las capitales y los centros urbanos, marginándose de la inmensidad de los pueblos que los rodean en un silencio de ignorancia, de opresión, de incomunicación, de extranjería, por decirlo así.
(…) Huelga decir que no estoy abogando por la facilidad, por la simplificación que tantos reclaman todavía en nombre de la inserción popular, sin darse cuenta de que todo paternalismo intelectual es una forma de desprecio disimulado. Las vanguardias intelectuales son incontenibles y nadie conseguirá jamás que un verdadero escritor baje el punto de mira de su creación, puesto que ese escritor sabe que el símbolo y el signo del hombre en la historia y en la cultura es una espiral ascendente; de lo que se trata es que los accesos inmediatos o mediatos a la cultura se estimulen y faciliten para que esa espiral sea cada vez más la obra de todos, para que su ritmo ascendente se acelere en esa multiplicación en la que cada uno, hacedor o receptor, pueda dar el máximo de sus posibilidades.
Pero ya dije que habíamos dejado atrás las teorías y que ha llegado la hora de la acción. Por eso quisiera apuntalar esta voluntad de quehacer en la forma más tangible que las condiciones actuales permiten y sobre todo reclaman. Hace poco, en un discurso que todavía sigue levantando polvo en muchas palestras, el ministro de cultura de Francia afirmó en México que una cultura indisociada de las pulsiones más profundas de los pueblos – y eso no sólo incluye las idiosincrasias étnicas, sino también las opciones históricas y políticas- no es verdaderamente la cultura. Si esta noción no es nueva, en cambio surge por primera vez con la fuerza que le da el de ser proclamada por un Gobierno dispuesto a llevarla a la práctica, lanzada como un desafío frente a las falsas culturas estabilizantes cuando no desestabilizantes, como de sobra las conoce y las sufre América Latina. Un punto de vista que hasta ahora parecía reservado a nuestro enclave intelectual y a su formulación restringida al libro, a la conferencia o a la clase magistral irrumpe hoy como un golpe de lanza en el escenario más apropiado, el de un continente de culturas escamoteadas, de culturas sojuzgadas, de culturas aculturadas, de culturas ridículamente minoritarias y elitistas, de culturas para hombres cultos.
Y por eso, cuando se me pide que hable de nuestro quehacer en este plano, digo simplemente que hay que superar la vieja noción de lo cultural como un bien inmueble e intentar lo imposible para que se convierta en un bien mueble, en un elemento de la vida colectiva que se ofrezca, se dé y se tome, se trueque y se modifique, tal como lo hacemos con los bienes de consumo, con el pan, y las bicicletas, y los zapatos.
¿Pero cómo?, me lo pregunto como imagino que muchos se lo están preguntando aquí. ¿Cómo podemos los intelectuales sacar la cultura de la cultura, de su cáscara, que definen los diccionarios y defienden los que todavía viven replegados en un elitismo mental que les parece inseparable de toda poesía, de toda creación?
Esta pregunta ha tenido ya un comienzo de respuesta a lo largo de los últimos años.
Pocos son los escritores responsables en América Latina que, al margen de sus libros, no participan de una y otra manera en el proceso geopolítico de sus pueblos, tanto en forma directa como indirecta, o bien cumpliendo actividades paralelas de información periodística, o de colaboración con organizaciones nacionales e internacionales que lucha por los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos, sin hablar de muchas otras tareas literarias y extra literarias de solidaridad, de apoyo o de denuncia, según los casos.
Sin embargo, esta creciente intervención intelectual en la materia misma de la historia y de los procesos populares latinoamericanos ha tenido hasta ahora un límite negativo, creado en parte por lo específico y especializado de esas actividades y en parte por el bloqueo que los regímenes opresores de nuestro continente y su vigilante padrino norteamericano oponen a la irradiación de sus líneas de fuerza, del estímulo y la influencia que estas actividades podrían y deberían tener en los niveles populares. Es por eso que nuestro quehacer debe inventar nuevas formas de contacto, abrir otro espectro de comunicaciones en todos los niveles, y es ahí donde los estereotipos profesionales (digamos vocacionales si se quiere, pero agregando que escribir no es sólo vocación, sino traslación, comunicación), es precisamente ahí donde nuestros estereotipos demandan una autocrítica profunda que no todos hemos sido capaces de hacer hasta ahora.
Lo que sigue podrá parecer pueril, pero si el viejo adagio dice que el niño es el padre del hombre, ¿por qué callarlo en nombre de una seriedad adulta que no siempre lleva a buen puerto? Se habrá advertido ya que me abstengo hoy de toda incursión o digresión literaria, y la única excepción estará destinada a marcar aún más esta distancia.
Quisiera recordar solamente que en 1812 el poeta Shelley sintió exactamente lo que estamos sintiendo hoy aquí, y que su deseo de comunicar lo más ampliamente posible sus ideas revolucionarias le llevó a echar botellas al mar y lanzar globos al aire con mensajes destinados a todo aquel que los encontrara. Su aparente excentricidad le valió los peores ataques del stablishment de su tiempo y el comienzo de una persecución política que debía conducirle finalmente al exilio, y la peor acusación de sus enemigos fue la de puerilidad.
Cito así a uno de mis poetas más queridos, pensando que hace unos años, en una reunión de solidaridad para con el pueblo de Chile que se celebró en Polonia, propuse –supongo que con la misma puerilidad de Shelley- algunas actividades que podían reemplazar con ventaja tantas afirmaciones tribunicias que no siempre van más allá de las palabras y de quienes se conforman con ellas. Sugerí, por ejemplo, que en vez de lamentarse tanto por la censura impuesta por Pinochet a los libros editados en Chile o
provenientes del extranjero, cada uno de nosotros se ingeniara para enviar paquetes de libros por vía marítima, que cuesta muy poco, a personas capaces de distribuir su contenido, y hoy sé que muchos jóvenes chilenos tuvieron y tienen oportunidad de leer lo que unos cuantos depositamos en el correo de la esquina de nuestra casa, como ahora lo estamos haciendo para el pueblo nicaragüense por razones muy diferentes, pero igualmente necesarias. Aludí también a la posibilidad de perfeccionar las emisiones de onda corta con destino a Chile, Argentina y Uruguay, no sólo como vehículo de información fidedigna sobre todo aquello que los Gobiernos de esos países escamotean
y distorsionan (y la guerra de las Malvinas acaba de dar un ejemplo monstruoso de cómo se puede mentir a un pueblo incluso hasta después de la catástrofe final) sino también como presencia viva de escritores exiliados, cuya voz y cuya obra podría llegar a miles de oyentes sometidos a la censura de las publicaciones por escrito y de las radios o televisoras locales.
¿Es pueril, es insignificante todo esto? Muchos de nosotros hemos grabado casetes que son introducidas fácilmente en nuestros países y que tienen un valor a la vez intelectual y político, y muchos hemos aprovechado las facilidades del vídeo para multiplicar una presencia o por lo menos una cercanía. ¿Por qué escritores que se limitan específicamente a escribir artículos que casi nunca pueden entrar en sus países no toman contacto con equipos de vídeo, cada vez más accesibles y numerosos en los sectores militantes latinoamericanos, para burlar fácilmente las barreras de la censura? Yo acabo de hacerlo para los combatientes salvadoreños, y sé de muchos compañeros que lo hacen para Guatemala, Argentina y Chile. Si es cierto que la imaginación es y será nuestra mejor arma para tomar el poder, entendiendo por poder una participación más estrecha y más eficaz en la lucha del pueblo por su identidad y su legítimo destino, nuestro quehacer tiene que articularse a base de técnicas más eficaces que las consuetudinarias, menos estereotipadas que las que emanan de nuestras tradicionales etiquetas de cuentistas, poetas, novelistas y ensayistas, y todo eso sin dar un solo paso atrás en lo que nos es connatural, pero vehiculándolo de una manera capaz de llegar allí donde nunca llegará si seguimos en nuestro viejo circuito rutinario, por más bello, avanzado y audaz que sea en sí mismo.
Y por eso espero que a esta altura de lo que digo nadie sonreirá irónicamente si hago referencias a posibilidades tales como las tiras cómicas, así denominadas por una mala traducción del inglés y que sería mejor llamar relatos gráficos. Sabemos que los dibujos humorísticos de contenido satírico – eso que los anglosajones llaman cartoons- han probado desde hace siglos su eficacia política incluso en países donde la censura se ensaña contra todo lo que considera serlo, pero se ve obligada a dejar pasar lo meramente cómico, tras de los cual alienta una seriedad que el pueblo descifra y asimila infaliblemente. Por desgracia, es evidente que este arte tan importante nos ha sido dado a los escritores, incapaces en la mayoría de los casos de imaginar un tema de ese tipo y mucho menos de dibujarlo. la tira cómica, en cambio, supone casi siempre la colaboración de un dibujante y un escritor; es como un cine inmóvil, un relato en el que participan la imagen y la escritura, el guión con todo su contenido intelectual y los personajes representados por una pluma capaz de darles vida y conectarlos con la sensibilidad del lector/ espectador. Este género tiene magníficos exponentes en casi todos los países latinoamericanos, pero el trabajo individual de talentos, como el de Rius en México; Quino, en Argentina, y tantos otros sin duda bien conocidos por ustedes, abre la posibilidad de multiplicar sus efectos si los escritores forman equipo con los dibujantes y llevan la tira cómica a dimensiones que no tienen por qué ser inferiores a las de la literatura narrativa. Hace unos años yo robé una tira cómica mexicana
que me incluía con gran desenvoltura como uno de los personajes de las aventuras de Fantomas, una especie de superman idolatrado por millares de lectores populares, y con ayuda de amigos publiqué un falso equivalente, cuyo verdadero fin era denunciar a las transnacionales y poner en descubierto las más sucias tareas de la CIA en América Latina. La edición se agotó en seguida gracias a Fantomas, por supuesto, que una vez más se metió por la ventana y no por la puerta de sus lectores, pero ahora con una finalidad muy diferente de las que le habían dado tanta fama en México.
Y ya que estamos en esto, ¿qué decir de esa otra plaga moderna, que podría ser convertida en un fascinante mensaje cultura, como es el caso de las fotonovelas? La asociación inteligente de escritores y fotógrafos abre un campo inmenso a la imaginación popular, pero ya sabemos lo que se publica hoy en revistas que embrutecen a millares de lectores ingenuos y llenan los bolsillos de las transnacionales. me quedaría por citar el arma más extraordinaria, más delirante, más operativa: la televisión. Alguien me dirá en seguida que ella, como el cine, está en manos del gran capital y que nadie accede a sus santuarios sin la censura previa de los lavadores de cerebros; pero es triste comprobar que en América Latina hay países, como Cuba y Nicaragua, que tienen canales que son del pueblo y para el pueblo, y que, sin embargo, continúan obedeciendo en gran medida a la ley de la facilidad y del conformismo, simplemente porque los escritores, los artistas, todos nosotros, con nuestras etiquetas, hemos sido incapaces hasta hoy de tomar por asalto esos reductos desde donde la verdadera cultura podría abrirse paso hasta los lugares más alejados y más desposeídos. Tal vez las únicas excepciones dignas en el terreno artístico sean el cine y el teatro, puesto que en América Latina se dan con un acento cada vez más revolucionario; es bueno poder decir que su ejemplo tiene un alto valor en esta hora en que nos preguntamos, siempre un poco desconcertados, por las formas posibles de nuestro quehacer intelectual.
Como bien saben los escritores, el azar es nuestro mejor Virgilio en este infierno histórico en que vivimos, y él me ha guiado en estos días hacia unas páginas del escritor venezolano Luis Britto García, que hablando en un encuentro celebrado en Managua en julio del año pasado se refirió admirablemente a la incomunicación de la cultura en América Latina. De su ponencia quisiera citar estas líneas, que sólo él podía escribir con tanta lucidez, y que tras de referirse a la ofensiva de las transnacionales y de los medios de comunicación para alienar el espacio cultural latinoamericano, mostrando que la única cultura que ellas buscan en nuestro continente es la cultura imperialista que niega al ser humano, lo explota y lo discrimina, agregan lo siguiente: “ Ello plantea, para el intelectual latinoamericano, la tarea de servirse de los medios de comunicación de masas aun en aquellos países en los cuales no hay perspectivas revolucionarias inmediatas. Posiciones muy respetables han afirmado el derecho del creador a desligar su obra de toda militancia a favor del contenido estético. Pensamos, por el contrario, que la urgencia de la hora impone al intelectual una triple militancia: la de la participación en las organizaciones políticas progresistas; la de la inclusión del compromiso en el contexto de su obra, y la tercera militancia de batallar por la inserción de su obra en el ámbito real de los medios masivos de comunicación, anticipándose así a la revolución política, que concluirá por ponerlos íntegramente al servicio del pueblo. Porque mientras la política no asegure la liberación cultural de nuestra América, la cultura deberá abrir el camino para la liberación política”.
Sé muy bien que podemos discutir los matices de esa triple militancia, y que por mi parte no creo que el compromiso deba ser una constante invariable en la obra de un escritor, ni mucho menos, puesto que la pura ficción es también una levadura revolucionaria cuando procede de un autor que su pueblo reconoce como uno de los suyos.
Pero sí creo, con Britto García, que nuestro quehacer tiene que abrirse en todas las direcciones posibles, según las vocaciones y las posibilidades de cada uno, y que desligar la obra de toda militancia es dar la espalda a nuestros pueblos en nombre de supuestos valores absolutos que el huracán de nuestro tiempo contemporáneo convierte en hojas secas y en olvido. De sobra sabemos que en América latina hay escritores que no renuncian a la feria de las vanidades editoriales y a los galardones de la sociedad privilegiada que los adula, y que se obstinan en el anacrónico refugio de sus torres de marfil. Nada han hecho ni nada harán para evitar que un día pueda caer también sobre ellos el fuego del NAPALM o la bomba de neutrones; acaso creen, basándose en lecturas esotéricas, que el marfil les protegerá de las radiaciones.
Podría seguir proponiendo quehaceres, como, por ejemplo, el de la asociación de la música popular con textos que la salven de la sensiblería, el conformismo y la vulgaridad, que sigue siendo en gran medida la norma comercial y que el público absorbe ingenuamente. Las llamadas canciones de protesta, así como las de la nueva trova cubana y las de muchos artistas españoles y de otros países, han mostrado ya el camino, y por mi parte sé que algunos tangos que hicimos en París con amigos argentinos y que obviamente fueron prohibidos en el Río de la Plata, viven hoy en la memoria de quienes los escucharon por vías clandestinas. pero me detengo aquí, porque todo esto no es una lección para nadie, sino una manera de concretar lo mejor posible una esperanza y traer algo más que ideas teóricas a una reunión que espera otra cosa de todos nosotros. Terminaré con otra esperanza, la de un quehacer fundamental que no puedo pasar por alto y que toca directamente a esa inmensa multitud de los latinoamericanos exiliados en tantos pedazos del mundo. Si ese exilio ha de tener algún sentido, no erá a base de negatividad, de todo lo que comporta de sufrimiento y de nostalgia, sino de una inversión total de valores que le den esa fuerza que hace temible al bumerang: la fuerza del regreso. Todo aquel que no haya renunciado a esa voluntad de regreso puede y debe poner su capacidad y su imaginación al servicio de su pueblo, y a los intelectuales se les abren no sólo posibilidades como las que he esbozado aquí, sino todas aquellas que puedan nacer de su propia invención, siempre capaz de saltar de la página escrita, de la novela o del poema, a la arena más que nunca inevitable y preciosa de la realidad latinoamericana, ese inmenso libro que podemos escribir entre todos y para todos.
Por más crueles que puedan parecer mis palabras, digo una vez más que el exilio enriquece a quien mantiene los ojos abiertos y la guardia en alto. Volveremos a nuestras tierras siendo menos insulares, menos nacionalistas, menos egoístas; pero esa vuelta tenemos que ganarla desde ahora, y la mejor manera es proyectarnos en obra, en contacto, y transmitir infatigablemente ese enriquecimiento interior que nos está dando la diáspora. Este seminario de escritores amigos, entre los cuales hay tantos exiliados, ha nacido del generoso deseo de una universidad en tierra española que quiso acogerme en su seno y reunirme con todos aquellos que amo y respeto. Ella comprenderá mi gratitud si digo que mi esperanza más honda es la de que nuestro encuentro sea ya un momento útil en ese quehacer que nos preocupa. Porque no es la reunión misma a que tiene importancia. sino su irradiación hacia una América Latina profundamente solitaria, la de millones de hombres para los cuales no hay reuniones, no hay libros, no hay puentes. Si cada uno de nosotros ayuda a proyectarla hacia nuestros pueblos por todos los medios a su alcance, no habremos venido inútilmente a Sitges, no habremos hablado para el silencio.
Malabia :: arte cultura y sociedad
Año 3 Número 29 Diciembre 2006
revistamalabia@yahoo.com.ar