Carlos Molina Velásquez
Red EDH, capítulo salvadoreño
Ponencia presentada en el IX ENCONTRO INTERNACIONAL DE ARTISTAS E INTELECTUAIS EM DEFESA DA HUMANIDADE, en Río de Janeiro, el 8 de junio de 2012.
Quiero compartir algunas ideas del filósofo Ignacio
Ellacuría (+1989) acerca de un profetismo utópico que exige un compromiso con
la imaginación y la creación de una nueva humanidad, una nueva forma de
entender las relaciones humanas que nos involucra a todos y a todas. Este es el
sentido de su idea de una “creación de la nueva tierra”, que “implica la utopía de un nuevo orden económico,
un nuevo orden social, un nuevo orden político y un nuevo orden cultural” (Ellacuría:
424), al cual también le gustaba referirse con el nombre de “civilización de la
pobreza”.
La
utopía es una categoría necesaria para
el pensamiento crítico. No es posible
pensar el futuro si no es según la clave de lo auténticamente nuevo, incluso si
asumimos las debidas precauciones ante los peligros de las diversas “ilusiones
trascendentales” que amenazan con convertir la utopía en una distopía —desde las anunciadas por el
lenguaje publicitario “mítico”, hasta las promesas de “salvación de la tierra”
mediante las biotecnologías o la modificación genética de la misma especie
humana. La utopía debe estar
contenida en el pensamiento que quiere ser alternativo y que busca transformar
las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales del presente.
Pero
la visión de la utopía emancipadora sólo es posible si nos situamos en el lugar
adecuado, el lugar en el que la realidad es “más real”, el sitio eminente en
que la historia desgarra sus velos y se muestra tal cual es. Ese es el lugar del pobre, de las mayorías
populares, que se convierte en criterio mismo para evaluar la realidad
presente y todo proyecto de futuro. Los pobres son la mayor parte de la humanidad
y ningún proyecto “de humanización” sería siquiera cercano a lo aceptable si no
tuviera como norte la realización plena de la
mayoría de la humanidad, por no decir que sería absurdo pensar en una
realización de toda la humanidad que
excluyese a la mayor parte de la misma (Ellacuría: 412).
¿Somos
conscientes en las universidades de esta conexión necesaria entre los
pobres/mayorías populares —el lugar desde el que se hace la reflexión— y
todo proyecto de creación de una nueva humanidad —el lugar al que
queremos/debemos llegar? Hay que insistir en que esta nueva tierra y este nuevo
orden serán nuevos de verdad sólo si
se transforma el criterio de evaluación “del bien y de todo derecho humano”; sólo
en este sentido serán alternativos y serán
utópicos (Ellacuría: 419-439).
Pero esto exige, ahora, la necesaria aceptación
de que entramos en terreno peligroso, en el cual arriesgamos mucho, ya que los
rostros de las mayorías populares no son sólo los de los obreros, campesinos o
trabajadoras de las maquilas, sino los de los jóvenes de las pandillas (“maras”)
y los de sus familias, así como los de los migrantes indocumentados y las
jóvenes que son obligadas a prostituirse en las fronteras; es decir, sujetos
humanos criminalizados e ilegalizados
(¡aun sin que sepamos a ciencia cierta si efectivamente son criminales o no!).
Por eso es crucial emprender una “transformación
en el cielo” (Ellacuría: 439),
una modificación de nuestras ideas acerca de “los dioses”, que arraigue en lo
mejor de la tradición del “cristianismo latinoamericano de liberación”, desde el
cual no se concibe el problema de la fe en términos de creencia en Dios versus
ateísmo, sino como lucha entre la fe en el Dios de la vida y los ídolos, esos dioses falsos cuya falsedad
consiste, precisamente, en que son “dioses de la muerte”, sedientos de sangre,
y que nos exigen sacrificios a todos y todas, seamos creyentes o no.
No puede entenderse políticamente “la falsedad de los dioses” en términos de la no
coincidencia con la “verdadera palabra/revelación”, la formulación de conceptos
religiosos inconsistentes o contradictorios, o la evaluación antropológica que
los reduce a “superstición”, sino mediante la apelación al juicio de la misma historia, en la que las mayorías empobrecidas
ven sus vidas sacrificadas en los altares del consumismo experimentado como
obligación (el llamado consumo infinito),
de las instituciones culturales represivas y de las prácticas religiosas que las
deshumanizan.
Quien camina manso hacia el altar del sacrificio
no es movido por una mera confusión entre la apariencia y la realidad, sino por el poder que lo obliga a marchar, ya
que el precio de no hacerlo es su propia vida y no la vivencia de un simple “desorden
intelectual”. Más que designar a una imagen o representación, el ídolo es el dios que exige sangre y muerte.
Los ídolos deben ser vistos como dioses contra
los que hay luchar, a los que debemos derribar.
Esta reflexión acerca de los dioses no sería
importante si no fuera porque son el sostén ideológico de mundos cuya existencia pone en peligro a la misma humanidad. Son
mundos que no deben ser porque no pueden coexistir con la humanidad
—aunque sí puedan coexistir con la “especie humana”, dadas todas las variantes
de “proyectos posthumanistas” que pululan y que contemplan el desarrollo de
vidas (¿humanas?) “sustentadas” electrónica o digitalmente, o que ven la
necesidad de “trascender” por fin las “ataduras del cuerpo” y sus limitaciones
(Mark Dery).
No es cierto que todas las formas de vida
imaginables puedan tener cabida en esta nave espacial. Es esencial señalar que
la utopía no puede ser un mundo en el que quepan todos los mundos.
Tal cosa sería imposible, ya que estaríamos hablando de un mundo que incluyera
al mercado total neoliberal y a las armas atómicas. Por el contrario, hablar de
un mundo en el que quepan muchos mundos es sustancialmente diferente.
Significa que el mundo que querríamos no debería incluir determinadas
figuras de vida o ciertos modelos de ser humano, ya que el planeta no podría
soportarlos por mucho tiempo (Hinkelammert, 1995: 36-37).
¿Estamos
preparados para ser consistentes con esto, en
nuestra práctica universitaria? Pienso que tal cosa supondría
mucho más de lo que quizás estaríamos dispuestos a exigirnos. Pensemos, por
ejemplo, en lo que escribía Raúl Fornet-Betancourt, en la década pasada: “El
problema con que nos confrontan las reivindicaciones del desarrollo sostenible
ha sido gestado, al menos en gran
parte, por la emergencia e imposición de un proyecto político que, basado en
una economía de la acumulación de la riqueza y de la apropiación privada de la
tierra, necesitó inventar un tipo de ser humano que creyese en el progreso como
desarrollo de su poder y como medio para asegurar lo que desarrollaba el
ejercicio de su poder. Y hay que decir todavía que este tipo de ser humano
necesita creer muy especialmente en el progreso como desarrollo de su poder
científico-tecnológico. Fundamentalmente por dos razones: primero, porque la
tecnologización de la vida promete asegurar la programación de su “disponibilidad”
y, segundo, porque la tecnologización del mundo y de la sociedad representa la
culminación del aislamiento de lo humano en el reino de los artificios” (Fornet-Betancourt:
414).
En
1989, Franz Hinkelammert nos hablaba de la condena del pensamiento sobre
las alternativas en nombre de una determinada concepción de la ciencia deudora
del “racionalismo crítico”, que había llegado a ser “algo así como el sentido
común de la sociedad occidental” y de las
universidades (Hinkelammert, 1989: 5). Hoy, en las universidades deberíamos
responder con honestidad a esta
cuestión: ¿podemos imaginar un mundo
en el que quepan muchos mundos, al mismo tiempo que luchamos universitariamente contra aquellos
mundos que son un peligro para la humanidad?
Esto pasa necesariamente por la cuestión de si podemos imaginarnos a la vez como “universidad”
en la que puedan tener cabida muchas “universidades”. Claro que una universidad
en la que tenga cabida la creación
universitaria de muchos posibles mundos implicará a su vez que haya algunas
“formas de ser universidad” que no deberíamos
reproducir. Estas serían correlativas a otros tantos mundos imaginables, pero
no factibles desde la perspectiva de la supervivencia de la humanidad, por lo
que no deberían nutrirse de los recursos y posibilidades que las universidades
podrían aportarles.
Sin embargo, para ser consistentes con esto
debemos superar la visión de neutralidad política que ha sido común en las universidades,
y que a muchos les parece coherente con un compromiso real y verdadero con la
humanidad. Tal visión es falsa. Un compromiso con la humanidad sólo es posible
si nos situamos desde el lugar en el
que la verdad de la humanidad hace su aparición y se vuelve praxis efectiva.
Ese lugar es el de las mayorías populares, ellas son el lugar de la verdad del mundo, y sólo desde allí es posible trabajar
por un mundo de múltiples formas de vida, de muchas maneras de vivir nuestra
humanidad.
Y que no nos quepa duda: situarnos en ese lugar nos
colocará en la mira de quienes criminalizan, ilegalizan y destruyen la
humanidad de estas mayorías empobrecidas. Y esto es así porque hay una guerra contra ellas, una guerra
en la que estaremos involucrados una vez asumamos dicha posición, no importa
cuán “pacifistas” seamos. No la habremos buscado, pero la guerra llegará a nuestra
puerta. ¿Estaremos preparados para la lucha?
Bibliografía.
Dery, M., Velocidad
de escape, Madrid, Ediciones Siruela, 1998.
Ellacuría, I., “Utopía y profetismo”, en
Ellacuría, I, y Sobrino, J., Mysterium
Liberationis, tomo I, San Salvador, UCA Editores, 1993, pp. 393-442.
Fornet-Betancourt, R., “¿Es la sostenibilidad una
perspectiva interculturalmente sostenible?”, Realidad 113 (2007) 409-422.
Hinkelammert, F.J., Cultura de la esperanza y sociedad sin exclusión, San José,
Editorial DEI, 1995.
Hinkelammert, F.J., “Obstáculos y límites de la
libertad académica en América Latina”, Pasos
26 (1989) 1-5.
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