sábado, 15 de septiembre de 2012


Europeos: ¡Bienvenidos al Tercer Mundo!

Renán Vega Cantor. Rebelión

La crisis de la Unión Europea es de tal magnitud que puede llegar a poner fin a este experimento de integración neoliberal y capitalista y arrastrar consigo al euro, su símbolo monetario emblemático. La celebración de los juegos olímpicos, con todo lo que supone de derroche, opulencia y culto al consumismo y la mercantilización del cuerpo, ha posibilitado desviar la atención, por dos breves semanas, de la crisis europea, pero no ha podido detenerla, como es apenas obvio. Por lo general, esta crisis suele ser analizada desde el ámbito financiero, pero poco se recalcan en sus efectos sociales y la situación de los trabajadores.

1. Ciclos neoliberales

Un término adecuado para analizar la crisis actual es el de ciclos neoliberales. Tal denominación apunta a que, desde su aplicación inicial en Chile en 1973 hasta la actualidad, se han impuesto las políticas neoliberales de ajuste estructural en todo el mundo de manera sucesiva, desde América Latina, pasando por África, Europa Oriental, parte de Asia, hasta llegar ahora al propio corazón de Europa. Lo que hoy acontece en el viejo continente puede interpretarse como el último ciclo neoliberal, en donde se está aplicando a rajatabla el ajuste y se implementa el capitalismo del desastre que el resto del mundo ha experimentado en los últimos 30 años.

Esto en sí mismo no tiene nada de sorprendente, porque el neoliberalismo se ha convertido en la lógica dominante en el capitalismo contemporáneo. Lo sorprendente estriba en que la mayor parte de los europeos, incluyendo a los sindicatos, los partidos de una izquierda cada vez más light, la socialdemocracia y los intelectuales hayan creído que Europa era una fortaleza de bienestar, inexpugnable al capitalismo salvaje de nuestros días, y que podía seguir manteniendo, en medio de las políticas neoliberales, los logros sociales de la época del Estado Social. Esto se ha mostrado como una vana ilusión, que se derrumba de manera estrepitosa, recordándonos que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, la célebre máxima del Manifiesto Comunista.

Tras la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991), el capitalismo impuso la falaz idea que, eliminado el oso comunista, se podría efectuar, sin enemigos a la vista, la integración del mercado europeo y que, además, esto iba a extender el Estado de Bienestar en todos los países que se integraran a la Unión, incluyendo a aquellos que formaban parte del Pacto de Varsovia y de la órbita de influencia de la antigua URSS. En la perspectiva actual, queda claro que eso fue un embuste, el cual fue asumido en Europa hasta por los trabajadores, los sindicatos y lo poco que quedaba de izquierda, la cual en su gran mayoría abjuró de cualquier proyecto anticapitalista para abrazar sin condiciones y sin rubor el capitalismo realmente existente, cuyo crecimiento se ha basado, como siempre en la explotación de los seres humanos en las viejas y nuevas periferias.

Lo terrible del caso es que la efímera prosperidad de la Unión Europea de derroche y opulencia, que no ha durado ni 20 años pese a que se prometía que iba a ser eterna, se sustenta en la explotación de los trabajadores del mundo periférico, empezando por los de China, y en el saqueo de los bienes comunes (recursos naturales, minerales, biodiversidad) del sur y del este del planeta. El confort que disfruta una parte cada vez más reducida de la población europea es posible por el despojo a que es sometida otra parte del mundo, pero eso también se ha agotado y ahora la explotación intensiva de los seres humanos regresa a casa, es decir, a Europa misma.

2. Explotación intensiva de trabajadores europeos

Va quedando claro que el objetivo final de la Unión Europea desde un principio consistió en adormecer a los trabajadores con el consumo ostentoso y la mercantilización generalizada, para implantar a vasta escala la flexibilización laboral. En otras palabras, lo que se buscaba era imponer las condiciones de trabajo que caracterizan al capitalismo maquilero, en donde no existen límites, ni sociales ni políticos, para la superexplotación de los trabajadores. Por supuesto, esto no se ha impuesto de un día para otro, ni ha sido simétrico en todos los territorios que hoy forman parte de la Unión Europea, porque en algunos de ellos, sobre todo los de Europa oriental, eso se dio después de 1989. En otros países, como Francia e Italia, se ha ido abonando el terreno en la dirección de abaratar costos laborales, mediante la eliminación progresiva de conquistas sociales relacionadas con salarios, seguridad social y pensiones.

Lo que está sucediendo ahora es de otra magnitud, porque la crisis capitalista ha creado las condiciones para imponer de una vez por todas, a lo latinoamericano, el ajuste estructural, con el fin de “normalizar” a Europa, por lo que debe entenderse la imposición antidemocrática y brutal de la flexibilización laboral y todo lo que la acompaña en términos de privatización y mercantilización. No otra cosa es lo que está pasando en Grecia, España, Italia, Irlanda y viene camino en Francia y en otros países. Porque, además de todo, la crisis del capitalismo y del sector financiero, la están pagando los trabajadores, que así están perdiendo también lo poco que quedaba del añorado Estado de Bienestar, donde éste había existido alguna vez.

Eso se muestra con la reducción de la clase media, el aumento del desempleo –que alcanza en España la “envidiable” cifra del 24 por ciento-, la precarización laboral, el aumento de los suicidios, el incremento de la edad de jubilación, la reducción de la seguridad social, la mercantilización de la educación, vía Plan Bologna, la persecución de los inmigrantes y la salida masiva de jóvenes, que forman parte de un nuevo tipo de expatriados del mundo actual, que podemos empezar a denominar como nordacas.

En términos laborales y sociales, en Europa está agonizando lo poco que quedaba de Estado de Bienestar y se ha hecho añicos la pretensión socialdemócrata de que era posible, luego de la desaparición de la URSS, construir un capitalismo con “rostro humano”. La verdadera cara del capitalismo, con su cortejo de miseria, injusticia y desigualdad que se sustenta en la explotación intensiva de los trabajadores, ha regresado en forma brutal a Europa. Por ello, puede sugerirse que en los aeropuertos de Paris, Frankfort, Roma, Londres y otras ciudades de la “civilizada” Europa, en lugar de los carteles publicitarios en los que se alaban las virtudes mágicas de su cultura y su moneda común, el euro, ahora se coloque un aviso más realista en el que se diga: “Europeos, bienvenidos al Tercer Mundo”.

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