Europeos: ¡Bienvenidos al Tercer Mundo!
Renán
Vega Cantor. Rebelión
La
crisis de la Unión Europea es de tal magnitud que puede llegar a poner fin a
este experimento de integración neoliberal y capitalista y arrastrar consigo al
euro, su símbolo monetario emblemático. La celebración de los juegos olímpicos,
con todo lo que supone de derroche, opulencia y culto al consumismo y la
mercantilización del cuerpo, ha posibilitado desviar la atención, por dos
breves semanas, de la crisis europea, pero no ha podido detenerla, como es
apenas obvio. Por lo general, esta crisis suele ser analizada desde el ámbito
financiero, pero poco se recalcan en sus efectos sociales y la situación de los
trabajadores.
1.
Ciclos neoliberales
Un
término adecuado para analizar la crisis actual es el de ciclos neoliberales.
Tal denominación apunta a que, desde su aplicación inicial en Chile en 1973
hasta la actualidad, se han impuesto las políticas neoliberales de ajuste
estructural en todo el mundo de manera sucesiva, desde América Latina, pasando
por África, Europa Oriental, parte de Asia, hasta llegar ahora al propio
corazón de Europa. Lo que hoy acontece en el viejo continente puede
interpretarse como el último ciclo neoliberal, en donde se está aplicando a
rajatabla el ajuste y se implementa el capitalismo del desastre que el resto
del mundo ha experimentado en los últimos 30 años.
Esto
en sí mismo no tiene nada de sorprendente, porque el neoliberalismo se ha
convertido en la lógica dominante en el capitalismo contemporáneo. Lo
sorprendente estriba en que la mayor parte de los europeos, incluyendo a los
sindicatos, los partidos de una izquierda cada vez más light, la
socialdemocracia y los intelectuales hayan creído que Europa era una fortaleza
de bienestar, inexpugnable al capitalismo salvaje de nuestros días, y que podía
seguir manteniendo, en medio de las políticas neoliberales, los logros sociales
de la época del Estado Social. Esto se ha mostrado como una vana ilusión, que
se derrumba de manera estrepitosa, recordándonos que “todo lo sólido se
desvanece en el aire”, la célebre máxima del Manifiesto Comunista.
Tras
la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética
(1991), el capitalismo impuso la falaz idea que, eliminado el oso comunista, se
podría efectuar, sin enemigos a la vista, la integración del mercado europeo y
que, además, esto iba a extender el Estado de Bienestar en todos los países que
se integraran a la Unión, incluyendo a aquellos que formaban parte del Pacto de
Varsovia y de la órbita de influencia de la antigua URSS. En la perspectiva
actual, queda claro que eso fue un embuste, el cual fue asumido en Europa hasta
por los trabajadores, los sindicatos y lo poco que quedaba de izquierda, la
cual en su gran mayoría abjuró de cualquier proyecto anticapitalista para
abrazar sin condiciones y sin rubor el capitalismo realmente existente, cuyo
crecimiento se ha basado, como siempre en la explotación de los seres humanos
en las viejas y nuevas periferias.
Lo
terrible del caso es que la efímera prosperidad de la Unión Europea de derroche
y opulencia, que no ha durado ni 20 años pese a que se prometía que iba a ser
eterna, se sustenta en la explotación de los trabajadores del mundo periférico,
empezando por los de China, y en el saqueo de los bienes comunes (recursos
naturales, minerales, biodiversidad) del sur y del este del planeta. El confort
que disfruta una parte cada vez más reducida de la población europea es posible
por el despojo a que es sometida otra parte del mundo, pero eso también se ha
agotado y ahora la explotación intensiva de los seres humanos regresa a casa,
es decir, a Europa misma.
2.
Explotación intensiva de trabajadores europeos
Va
quedando claro que el objetivo final de la Unión Europea desde un principio
consistió en adormecer a los trabajadores con el consumo ostentoso y la
mercantilización generalizada, para implantar a vasta escala la flexibilización
laboral. En otras palabras, lo que se buscaba era imponer las condiciones de
trabajo que caracterizan al capitalismo maquilero, en donde no existen límites,
ni sociales ni políticos, para la superexplotación de los trabajadores. Por
supuesto, esto no se ha impuesto de un día para otro, ni ha sido simétrico en
todos los territorios que hoy forman parte de la Unión Europea, porque en
algunos de ellos, sobre todo los de Europa oriental, eso se dio después de
1989. En otros países, como Francia e Italia, se ha ido abonando el terreno en
la dirección de abaratar costos laborales, mediante la eliminación progresiva
de conquistas sociales relacionadas con salarios, seguridad social y pensiones.
Lo
que está sucediendo ahora es de otra magnitud, porque la crisis capitalista ha
creado las condiciones para imponer de una vez por todas, a lo latinoamericano,
el ajuste estructural, con el fin de “normalizar” a Europa, por lo que debe
entenderse la imposición antidemocrática y brutal de la flexibilización laboral
y todo lo que la acompaña en términos de privatización y mercantilización. No
otra cosa es lo que está pasando en Grecia, España, Italia, Irlanda y viene
camino en Francia y en otros países. Porque, además de todo, la crisis del
capitalismo y del sector financiero, la están pagando los trabajadores, que así
están perdiendo también lo poco que quedaba del añorado Estado de Bienestar,
donde éste había existido alguna vez.
Eso
se muestra con la reducción de la clase media, el aumento del desempleo –que
alcanza en España la “envidiable” cifra del 24 por ciento-, la precarización
laboral, el aumento de los suicidios, el incremento de la edad de jubilación,
la reducción de la seguridad social, la mercantilización de la educación, vía
Plan Bologna, la persecución de los inmigrantes y la salida masiva de jóvenes,
que forman parte de un nuevo tipo de expatriados del mundo actual, que podemos
empezar a denominar como nordacas.
En
términos laborales y sociales, en Europa está agonizando lo poco que quedaba de
Estado de Bienestar y se ha hecho añicos la pretensión socialdemócrata de que
era posible, luego de la desaparición de la URSS, construir un capitalismo con
“rostro humano”. La verdadera cara del capitalismo, con su cortejo de miseria,
injusticia y desigualdad que se sustenta en la explotación intensiva de los
trabajadores, ha regresado en forma brutal a Europa. Por ello, puede sugerirse
que en los aeropuertos de Paris, Frankfort, Roma, Londres y otras ciudades de
la “civilizada” Europa, en lugar de los carteles publicitarios en los que se
alaban las virtudes mágicas de su cultura y su moneda común, el euro, ahora se
coloque un aviso más realista en el que se diga: “Europeos, bienvenidos al
Tercer Mundo”.
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