Sucesos recientes marcan una
trayectoria amenazadora, en forma suficientemente clara, que quizá valga la
pena ver hacia el futuro unas cuantas generaciones, hasta el aniversario
milenario de uno de los grandes hitos en el establecimiento de los derechos
civiles y humanos: la creación de la Carta Magna, la cédula de las libertades inglesas
que le fue impuesta al rey Juan en 1215.
Lo que hagamos ahora mismo o
dejemos de hacer determinará qué tipo de mundo recibirá al aniversario. No es
una perspectiva atractiva –en buena parte porque la Carta Magna está
siendo desgarrada frente a nuestros ojos.
La primera edición académica
de la Carta Magna
fue publicada en 1759 por el jurista William Blackstone, cuya obra fue una de
las fuentes de la legislación constitucional de Estados Unidos. Fue intitulada The
great charter and the charter of the forest, siguiendo las prácticas
previas. Ambas cartas son altamente
significativas hoy día.
La primera, la Carta de las Libertades, es
generalmente reconocida como la piedra toral de los derechos fundamentales de
los pueblos de habla inglesa –o como expresó Winston Churchill, en forma más
amplia,
la carta de cualquier hombre que se respete así mismo en cualquier tiempo y cualquier tierra.
En 1679 la carta se vio
enriquecida por la ley de habeas corpus, oficialmente llamada
una ley para mejor aseguramiento de la libertad del sujeto y para prevenir el encarcelamiento allende los mares. La versión moderna, más severa, es llamada
rendición–encarcelamiento con fines de tortura.
Junto con buena parte de la
legislación inglesa, la ley fue incorporada a la Constitución de
Estados Unidos, la cual afirma que
el auto de habeas corpus no será suspendidosalvo en caso de rebelión o invasión. En 1961, la Suprema Corte de Estados Unidos dictaminó que los derechos garantizados por esta ley fueron
considerados por los fundadores como la más importante salvaguarda de la libertad.
Más específicamente, la Constitución
garantiza que
ninguna persona (será) privada de vida, libertad o propiedad sin el proceso debido de la ley (y) un juicio rápido y públicopor sus pares.
El Departamento de Justicia
explicó recientemente que esas garantías han quedado satisfechas por
deliberaciones internas en la rama ejecutiva, como informaron Jo Becker y Scott
Shane a The New York Times el 20 de mayo. Barack Obama, el abogado
constitucional de la Casa
Blanca, estuvo de acuerdo. El rey Juan hubiera asentido con
satisfacción.
El principio subyacente de
presunción de inocenciatambién ha recibido una interpretación original. En el cálculo de la lista de ejecución de terroristas del presidente
todo varón en edad militar en una zona de ataquees contado, de hecho, como
combatiente, a menos que
haya conocimiento póstumo que pruebe su inocencia, explicaron Becker y Shane. Esta determinación de inocencia posterior al asesinato es suficiente, actualmente, para mantener este principio sagrado.
Esto es sólo una muestra del
desmantelamiento de
la carta de todo hombre que se respete a sí mismo.
La Carta del Bosque que la acompaña es quizá incluso más pertinente
hoy día. Demandaba protección del pueblo bajo o vulgo por el poder externo. Ese
vulgo era la fuente de mantenimiento para la población en general –su
combustible, sus alimentos, sus materiales de construcción. El Bosque no era la
tierra llana. Era tierra cuidadosamente nutrida, mantenida en común, con
riquezas disponibles para todos, preservada para generaciones futuras. Para el
siglo XVII, la Carta
del Bosque había caído víctima de la economía de materias primas, de la
práctica del capitalismo y de la moralidad. Ya no protegida por cooperativas y
por su uso, los comunes estaban restringidos a lo que no podía ser privatizado
–una categoría que sigue reduciéndose ante nuestros ojos. El mes pasado, el
Banco Mundial decretó que la multinacional minera Pacific Rim puede proceder en
su caso contra El Salvador por tratar de preservar tierras y materias primas y
comunidades contra la altamente destructiva minería de oro. La protección
ambiental privaría a la compañía de ganancias futuras, un crimen según las reglas
del régimen de derechos de inversionistas mal llamado
libre comercio.
Éste es sólo un ejemplo de
las luchas que se libran hoy en buena parte del mundo, algunas con violencia
extrema, como en Congo, rico en recursos, donde millones de seres humanos han
sido asesinados en años recientes para asegurar una reserva amplia de minerales
para teléfonos celulares y otros usos, y, por supuesto, amplias utilidades.
El desmantelamiento de la Carta del Bosque trajo
consigo una revisión radical de cómo los comunes son concebidos, capturada en
1968 por la influyente tesis de Garret Hardin, que asegura
la libertad en los comunes nos causa ruina a todos, la famosa
tragedia de los comunes. Lo que no es de propiedad privada será destruido por la avaricia individualista. La doctrina no carece de ser desafío. Elinor Olstrom ganó el Premio Nobel Memorial en Ciencias Económicas en 2009 por su trabajo para mostrar la superioridad de los comunes administrados por sus usuarios.
Pero la doctrina tiene fuerza
si nosotros aceptamos el principio implícito de que los seres humanos están
ciegamente impulsados por lo que los trabajadores estadounidenses, en la aurora
de la revolución industrial, llamaron
el nuevo espíritu de la era, obtener riqueza olvidándose de todo menos de uno mismo–doctrina que ellos condenaron amargamente como destructiva, ataque contra la naturaleza misma del pueblo.
Enormes esfuerzos se han
dedicado desde entonces a inculcar
el nuevo espíritu de la era. Grandes industrias dedicadas a lo que el economista político Thorstein Veblem llamó
fabricar deseos–dirigir a la gente a
las cosas superficialesde la vida, como el consumismo de modas” en las palabras de Paul Nystrom, profesor de mercadotecnia de la Universidad de Columbia.
De esa forma la gente puede
ser atomizada, dedicada sólo a la búsqueda de ganancia personal y alejada de
esfuerzos peligrosos, como pensar por su cuenta, unidos y desafiar a la
autoridad.
Es innecesario pensar en los
peligros extremos planteados por un elemento central de la destrucción de los comunes:
la dependencia de combustibles fósiles, que plantea un desastre global. Se
puede debatir acerca de los detalles, pero hay escasas dudas serias de que los
problemas son demasiado reales y que en la medida que posterguemos su solución
más terrible será el legado que dejemos a las próximas generaciones. La
reciente conferencia de Río+20 es el esfuerzo más reciente. Sus aspiraciones
eran pequeñas y su resultado irrisorio.
A la cabeza en enfrentarse a
esta crisis, a lo largo del mundo, se encuentran las comunidades indígenas. La
posición más firme ha sido tomada por el país que ellos gobiernan, Bolivia, el
país más pobre en Sudamérica y, durante siglos, víctima de la destrucción de
sus ricos recursos por occidente.
Después del ignominioso
colapso de la cumbre de cambio climático global en Copenhague, en 2000, Bolivia
organizó una cumbre de pueblos con 35 mil participantes de 140 países. La
cumbre hizo un llamado para la severa reducción de emisiones y una Declaración
de Derechos de la Madre
Tierra. Ésa es una demanda clave de las comunidades indígenas
de todo el mundo.
La demanda es ridiculizada
por los occidentales sofisticados, pero a menos que podamos adquirir algo de la
sensibilidad de las comunidades indígenas es muy probable que ellos rían al
último –una risa de amarga desesperación.
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