En opinión del sacerdote y antropólogo Bartomeu Meliá, la destitución del presidente Fernando Lugo fue una maniobra "para asegurar un modelo de país atrasado" y beneficiar a los grupos sojeros
Por Germán De los Santos (germandls@gmail.com)"Si pone una pequeña introducción, no exagere". La recomendación de Bartomeu Meliá puede interpretarse de diferentes maneras, aunque es complicado no caer en la exageración al escribir sobre la historia reciente del Paraguay, un país donde hace 100 años el escritor y periodista Rafael Barrett (reeditado recientemente en Capital Intelectual), autor de la crónica Lo que son los yerbales, decía: "Es fácil volcar un gobierno, pero difícil cambiar las costumbres de gobernar. Fácil es cortar cabezas; difícil que retoñen".
Hace más de un siglo, Barrett hizo un relato sobre el poder que tenían en el país los latifundistas de la yerba. "Paraguay es la negrera de sus hijos" apuntaba. Hoy esa estructura económica, social y política se entrelaza de manera casi feudal ya no entre los arbustos de yerba sino entre la soja. "El golpe de Estado es el de Monsanto para asegurar un modelo de país atrasado para beneficio de la soja", escribe en un mail Bartomeu Meliá desde Paraguay, país al que este sacerdote jesuita llegó en 1954 el mismo año en que Alfredo Stroessner llegó al poder. Además de cura, Meliá —quien participó de la expedición Paraná Ra'Anga, que salió de Rosario en marzo de 2010— es antropólogo y lingüista. Gran parte de su vida la pasó en el Paraguay "profundo" con las comunidades originarias, donde buscó aprender y estudiar la lengua guaraní.
Meliá vivió de cerca la destitución de Fernando Lugo el 22 de junio pasado. Siguió el juicio político desde la plaza frente al Congreso, donde tras asumir el liberal Federico Franco la policía lanzó gases lacrimógenos contra los manifestantes que repudiaron la llegada al poder del ex compañero de fórmula de Lugo.
—Usted llegó a Paraguay en 1954, poco tiempo después de la asunción del dictador Alfredo Stroessner. Con toda su experiencia recorrida, ¿cómo siente que Paraguay haya retrocedido tras el golpe en democracia contra Lugo?
—Entonces tenía 22 años, y mi tarea principal, casi única, era aprender guaraní, y lo hacíamos en una pequeña ciudad, Paraguarí, entonces sin ruta asfaltada y sin electricidad. Por algunas lecturas sabía que en el Paraguay había habido revoluciones y golpes de Estado frecuentes. Poco más. El interior del país estaba por ser "descubierto" y los indígenas vivían abandonados, pero en paz. El contexto actual es diferente; la dependencia colonial que vivimos ahora tiene raíces más profundas, es más cobarde y más sinvergüenza. Ahora la cuestión paraguaya es, como nunca lo había sido antes, la tierra, la formación de nuevos territorios en cuanto sujetos al dominio del agronegocio, y la dependencia cultural. El golpe de Estado es el de Monsanto para asegurar un modelo de país atrasado para beneficio de la soja; claro, con todas las politiquerías colaterales. El retroceso democrático no significa volver al punto donde nos dejó Stroessner —que ya era pésimo— sino al punto donde lo tenían proyectado en 2008, y que quedó truncado cuando asumió Lugo.
—¿Lugo no pudo romper con ese relato histórico en el que el partido Colorado fue amo y señor en el país?
—No pudo, porque no tenía una fuerza de políticos que le apoyara. Él mismo nunca se manejó bien como político. Sus aliados, los liberales, lo traicionaron desde el primer momento; y era lógico, la ideología de esta gente ni siquiera es neoliberal, es la liberal conservadora de principios de siglo, como la de los terratenientes ganaderos, que ni siquiera son sojeros tecnócratas mecanizados. La nueva agroindustria está en manos de brasileños sobre todo, que forman territorios autónomos y "soberanos", que ante las dificultades incluso reclaman siempre protección del Brasil. Más que un problema político lo veo como una sociedad de mercado, que necesita el apoyo político, y es a lo a que se prestan el Poder Legislativo y el Poder Judicial, es decir la Corte Suprema de Justicia. Y al que se va a plegar el Poder Ejecutivo ahora.
—¿La alianza de Lugo con las fuerzas emergentes, como las comunidades originarias, no funcionó como pensó cuando el presidente asumió con aspiraciones de cambiar la realidad paraguaya? ¿Le faltó ir más a fondo, como con la reforma agraria?
—Las comunidades originarias están relegadas a grupos con poca organización y desintegradas por todas las vías; no hay un solo pueblo o nación indígena en el Paraguay, como yo persisto en llamarlas, que haya podido conservar siquiera un simulacro de territorio; están confinados en pequeños lotes de tierra; están en campos de concentración. Lo peor es que a la gran mayoría de los paraguayos les parece que esto tiene que ser así, hasta tal punto llega la discriminación racista. Una reforma agraria es una obra de una magnitud tal que incluso técnicamente parece imposible; faltan los elementos primeros, como un catastro, y leyes de expropiación, por lo menos en tierras malhabidas. Las compras y registros de propiedad recientes hacen todavía más difícil la tarea. En este sentido creo que una reforma agraria supone y exige un sentido común y una coherencia que necesariamente va a parecer una revolución, que en realidad es una puesta en orden. Hay un futuro real para la agricultura campesina, pero a partir de condiciones muy diferentes, a través precisamente de territorios campesinos más fuertes y autónomos. Ellos son una solución económica más rentable que el agronegocio que en términos de tributación deja sólo el 0,3 por ciento para el Estado; es una ruina para el mismo país. Los carperos que se instalaban y ocupaban tierras que con fundamento se suponían del Estado o mal habidas, son una llamada de atención, pero necesitan la fuerza y el reconocimiento del Estado. Pero en estos años de Lugo no se pudieron dar ni siquiera pequeños pasos en una reforma agraria, por otra parte necesaria para la economía del país.
—¿Usted cree que viene una época de resistencia pacífica?
—Creo que sí. No aceptar ni en público ni en privado a ese supuesto presidente y su gobierno, incluso aunque lo llegaran a reconocer y aceptar la mayoría de los países, es un deber del ciudadano paraguayo. Esperamos que haya un pequeño resto, por lo menos, que mantenga esta actitud ética. Es deber de todos; los viejos lo haremos sin demasiadas consecuencias materiales ni sociales, pero será duro para los jóvenes en el futuro.
—La jerarquía de la Iglesia le dio la espalda a Lugo. ¿Fue otro factor desestabilizante?
—Parte de la jerarquía nunca aceptó al presidente Lugo y lo consideró un pecador, aunque él seguía siendo un buen católico arrepentido. En estos días yo estaba leyendo el opúsculo de Francisco de Vitoria, La defensa de los indios, donde muestra que aun el pecador y el pagano no pierde el dominio ni de sus bienes y tierras, ni de su poder de jefe, en contra de ciertos españoles que querían hacer de la religión un instrumento de opresión e injusticia. Haber dejado el estado episcopal no le quita al presidente Lugo el ser presidente electo ni el poder de servir al país. Algunos de los obispos, creo que ni siquiera la mayoría, no lo entendieron nunca. La jerarquía católica ha sido en todo este tiempo sumamente ambigua en sus posiciones y ha estado dividida; incluso después del golpe de Estado. Más que desestabilizadores, fueron, creo, ingenuos y temerosos. Me atrevería a decir que fueron seguidos sólo por pocos católicos. Los católicos en su mayoría rechazan el golpe; lo sentí en una pobre capilla donde dije misa el sábado pasado. La Conferencia de Religiosos del Paraguay —Conferar— desde hace años ha mostrado estar al lado de los pobres, y en este sentido ha dado su comunicado a propósito del golpe de Estado.
0 comentarios:
Publicar un comentario