martes, 3 de julio de 2012

Pedagogía política de la razón cínica


Luis Alvarenga

SAN SALVADOR - Hace veinte años, en 1992, se dio un interesante debate entre los exponentes de dos corrientes filosóficas contemporáneas, la ética del discurso y la filosofía de la liberación: Karl-Otto Apel y Enrique Dussel, respectivamente (recogido parcialmente en: E. Dussel, Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de liberación, con respuesta de Karl-Otto Apel y Paul Ricoeur. Universidad de Guadalajara, 1993). Dussel señalaba que el verdadero oponente de una ética que pretende responder a los problemas del mundo actual desde la premisa de la participación incluyente en una comunidad universal de diálogo, o de una ética que encare esta misma problemática desde la interpelación de las víctimas y los excluidos, es el “cínico”. El “cínico” designa a aquel sujeto o a aquellas fuerzas sociales, políticas, culturales o económicas, que no entrarán a argumentar en una discusión incluyente entablada para resolver una problemática determinada.

El cínico, nos ha explicado Dussel, puede presentarse vestido de “escéptico”, mostrando desconfianza sobre la pertinencia de resolver los problemas a través de un diálogo enfocado a buscar el bien común. El “escéptico” prefiere abstenerse de participar en un esfuerzo de solución a los problemas en el que se parte de la dignidad de las víctimas y de los excluidos como premisa ineludible. Puede aducir cualquier tipo de argumento para legitimar su negativa a argumentar (¡!), en caso de que entrar al diálogo no le asegure beneficios. 

En su aspecto más descarnado, el escéptico demostraría su verdadera naturaleza cínica. El cinismo es, para Dussel, la actitud de quien se niega a la argumentación y prefiere utilizar la fuerza bruta. No cree que entrar en la argumentación sea pertinente, porque esto le forzaría a reconocer la dignidad del Otro, Entrará en la argumentación (llámesele diálogo, búsqueda de entendimiento, salida política, etc.) toda vez y cuando esto le permita garantizar el aplastamiento del Otro: “...el cínico no entrará jamás en argumentación ética alguna —escribe Dussel—- Su ‘razón estratégica’ sólo le interesa entrar en una argumentación, de Poder a poder, de fuerza, de eficacia.”

Estas reflexiones son dolorosamente vigentes en muchos escenarios actuales, tanto internos como externos. Esa “razón cínica”, que manipula el diálogo y el consenso como instrumentos de poder, tiene una relación especial con el derecho. Veamos.

Norberto Bobbio, en su Teoría de la norma jurídica, planteaba que el derecho tiene tres caras: la validez, la eficacia y la justicia. La validez alude a la mera existencia de una norma jurídica; la eficacia, a la aceptación social de la norma y la justicia, a los aspectos axiológicos de las normas legales. No siempre nos encontramos con que las tres características coexistan. Esto es: que una norma existente sea objeto de consenso social y que sea justa, según una ética basada en las víctimas y en los sectores excluidos. Muchas veces nos encontramos con que hay normas jurídicas —o sistemas jurídicos enteros— vigentes únicamente a partir del uso de la fuerza, lo que obliga a un “consenso” forzado por la coacción —ya sea esta la coacción represiva o la coacción de la opinión dominante.

El derecho, según denunciaba Marx, se convierte en un instrumento de dominación de clase. La noción se debería ampliar ahora. De dominación de clase en un solo país, pasa también a convertirse en dominación de clase transnacional. La solución no es abandonar el campo jurídico, sino transformar las relaciones de poder que son reforzadas y legitimadas por ese campo. Así, el derecho, al igual que el conocimiento, puede moverse por intereses de dominación o por intereses de emancipación.

El derecho como instrumento de intereses de dominación aporta, al menos, dos elementos estratégicos para la racionalidad cínica: la coacción y la legitimación. El primer elemento es bastante evidente. El segundo, que no está desconectado con el primero, sino todo lo contrario, es mucho más sutil. 

Veíamos, en el esquema de Bobbio, que la eficacia es uno de los pilares fundamentales de la norma jurídica. Hablar de eficacia es hablar de consenso social, decíamos, lo cual nos dice que estamos pisando el terreno de la legitimidad. El consenso social legitima una norma formalmente existente. La legitimación, esto es, el respaldo social, está ligada a la ideología. El derecho no es ideológicamente neutro, ni puede hablarse honestamente de criterios jurídicos químicamente puros. Poner en vigor una normativa jurídica determinada no es un hecho a-político ni a-ideológico. De hecho, una normativa establecida formalmente puede ser un instrumento de “fabricación de consenso” (Chomsky).

De esta forma, el “cínico” que, de hecho, niega la pertinencia de participar en una concepción de derecho orientada a buscar justicia desde la perspectiva de las víctimas y de los excluidos (esto es, el derecho concebido desde los intereses emancipatorios). No entrará a una argumentación que busque, mediante la aplicación de un derecho desde las víctimas, la solución de los problemas. Más bien, utilizará el derecho (internacional o nacional) como instrumento de legitimación (se invocará el derecho internacional, la vigencia de la constitución, etc.), esto es, para “fabricar consenso” en la “opinión pública” y aplicar la fuerza para imponer sus intereses.

Desde la perspectiva ideológica, debe tomarse en cuenta también cómo lo fácticamente eficaz se puede autolegitimar y convertirse en una norma formalmente válida. Si la fuente de legitimación está en el consenso social, cabe la posibilidad de que reivindicaciones justas en el plano abstracto se conviertan en medios para “fabricar” un consenso popular contrario a los propios intereses mayoritarios en el plano estratégico. Así, la racionalidad cínica puede manipular estas reivindicaciones (económicas, laborales, jurídicas, etc.) para crear un clima propicio para que las mayorías populares “opten” por revocar (activa o pasivamente) proyectos políticos que pudieran implicar la factibilidad de obrar cambios estructurales (independientemente de la escala o de la velocidad de estos cambios). Este tipo de manipulación está encaminado a dos cosas: una, como señalamos antes, a revocar proyectos políticos de transformación social contrarios a los intereses hegemónicos. Dos, en una pedagogía política perversa, a “educar” a las mayorías sociales para que “se den cuenta” (esto es, creen conciencia) de que el cambio social es “el camino a la servidumbre”. Es autolegitimar la “restauración” de los intereses hegemónicos que se hayan visto afectados, autolegitimación que sirve para poner en marcha medidas de facto y luego para formalizarlas jurídicamente.

Dentro de esta pedagogía política orientada a la defensa de los intereses dominantes, se encuentra el recurso a las movilizaciones sociales, mismas que son condenadas por los detentadores de esos mismos intereses en tiempos de estabilidad. Se da, como fundamento de estas movilizaciones, una lectura ahistórica (y, por ende, ideologizada) de los elementos que están en la discusión política, conduciendo a creer que hay conceptos e instituciones neutrales o inmunes a los variados intereses humanos (Ver el artículo de Julián González, “No existen leyes desinteresadas”, en: http://www.contrapunto.com.sv/colaboradores/no-existen-leyes-des-interesadas). Desde una postura crítica, deben explicitarse los elementos políticos que suelen ocultarse tras apariencias “políticamente asépticas”, “técnicas”, etc. 

El ambiente está completamente politizado en una sociedad cuando vemos que se invierten los roles usuales: los sectores hegemónicos salen a protestar a la calle y los sectores subordinados se desmovilizan o van a la cola de la movilización de los sectores hegemónicos. Esto no descarta, sino que más bien pone como exigencia de primer orden, la necesidad de fortalecer el pensamiento crítico dentro de los sectores que impulsan las transformaciones antihegemónicas, sea desde las instituciones gubernamentales o fuera de estas.

Columnista de ContraPunto

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