“Es un derecho pensar diferente”
Por Mariana Carbajal
–¿Por qué quiso ser monja?
–Es
una larga historia. Yo siempre había estudiado en escuela de monjas pero nunca
había querido ser monja. Pero de repente, en los años ’60 entré en la
universidad para estudiar Filosofía y me encontré con algunas monjas que
estaban muy conectadas políticamente y trabajaban con las poblaciones pobres, y
empezó a dibujarse para mí como una alternativa de vida. No lo tenía tan claro
pero me parecía una vida más libre que la vida de familia y tener pareja.
–Suena raro que haya ido a un
convento en busca de libertad...
–Es
que nunca me he sentido encerrada. A veces iba a conferencias en la Universidad
de San Pablo, que era un foco de lucha antidictadura, y tenía la llave de la
casa de las monjas. Mi historia fue de búsqueda de libertad. No soporto que me
impidan pensar. Es un derecho pensar diferente. Y ésa ha sido la clave de mi
vida, con todos los tropiezos y las contradicciones, porque a veces una no ve
claro, y va por un camino y después no es por ahí.
–Realmente suena contradictorio que
una mujer busque libertad dentro de una estructura patriarcal, machista y
conservadora como la Iglesia Católica. ¿Cómo se entiende?
–Sí,
muy contradictorio. Cuando entré en la vida religiosa, fue en 1967, cuando
tenía 22 años. Era el momento de los grandes cambios de la Iglesia Católica,
justo después del Concilio Vaticano II. Las congregaciones religiosas eran
invitadas a aggiornarse. Fue el tiempo en que dejamos las instituciones para
vivir entre los pobres. Y ésa ha sido una característica de la vida de las
mujeres: salir de las instituciones y vivir en las comunidades populares. Para
mí era una vida llena de desafíos. Desde que era estudiante quería cambiar el
mundo. Siempre me pareció una injusticia que hubiera gente tan tan rica y gente
tan tan pobre. Pensaba que algo se podía hacer. La vida de las monjas me
parecía “un” camino, no “el” camino, que se ajustaba un poco a mi tradición familiar,
donde había sido muy protegida y resguardada.
–¿Su familia era muy religiosa?
–No.
Vengo de una familia de inmigrantes siriolibaneses, con todos los miedos que
los inmigrantes tienen sobre todo con las chicas, que los lleva a no
permitirles que salgan solas. Soy hija de la primera generación en Brasil.
Luché mucho por ir a la universidad. Mis padres no querían. No por el hecho de
no querer que yo estudiara, pero sí porque pensaban que el mundo podía ser
peligroso para mí. Esas cosas nunca me entraron. Siempre he sido una rebelde.
Siempre he sido una peleona dentro de las estructuras familiares.
–¿No se sintió limitada en el
convento con ese espíritu tan rebelde?
–No
puedo decir que no hubo cosas que me limitaban. Claro, hubo, como en todas las
formas de vida. Pero una característica de mi congregación es que hay que
respetar la libertad de las personas. Eso es muy fuerte. Y llega a veces a ser
bastante contradictorio.
–¿Cuál es su congregación?
Hermanas
de Nuestro Señor, una congregación de origen francés, sólo de mujeres. Estamos
en muchos países, Francia, Bélgica, Holanda, Inglaterra, Vietnam, Hong Kong, y
en Latinoamérica, en Brasil y México.
–¿Cómo es el vínculo de las
congregaciones de mujeres con el Vaticano?
–Oficialmente
hay un vínculo de dependencia en el sentido de que la organización de las
congregaciones es aprobada por el Vaticano. Algunas mujeres se han sometido,
pero nosotras hemos querido hacer lo que creíamos, que era nuestra
interpretación del Evangelio. Siempre hemos peleado incluso con el Vaticano,
discutiendo nuestros textos.
–¿La suya es una congregación
feminista?
–No.
Hay poquísimas monjas feministas en la congregación. No sé si puedo nombrar más
de cuatro conmigo.
–¿Cómo empezó a incorporar la
conciencia de género?
–Yo
pertenecía a la Teología de la Liberación. Siempre trabajé desde la perspectiva
de la liberación de los pobres, de los movimientos sociales y políticos. El
foco era cambiar el mundo desde los pobres. Yo sabía que existía el feminismo,
conocía algo del feminismo norteamericano, brasileño y argentino. Pero en la
Teología de la Liberación, sobre todo los varones más eminentes, nos decían que
el feminismo era cosa de América del Norte, que el feminismo en Latinoamérica
era importado. En tanto militante de la Teología de la Liberación trabajaba en
el Instituto de Teología de Recife dando charlas. Siempre, siempre había una
sospecha en relación al feminismo. Hasta que mi camino y el del feminismo se
cruzaron de muchas maneras. Una primera manera fue con una mujer de un barrio
popular, adonde yo iba a dar clases para los obreros varones sobre la Biblia.
Iba una vez por mes a la casa de uno de ellos, donde se reunían ocho a diez
obreros. Estudiábamos la Biblia desde una perspectiva social, para fundamentar
las huelgas, las reivindicaciones laborales. Yo tenía siempre la lectura de la
Biblia que confirmaba los derechos de los trabajadores. La esposa del dueño de
casa nunca participaba de las charlas, se quedaba en la cocina, o nos traía
café. Hasta que un día fui a visitarla sólo a ella y le pregunté por qué no iba
a nuestras charlas. Me dijo que tenía que cuidar a sus niñas, que tenía que
hacer café. Discutimos. Hasta que me dijo, casi enojada: “¿Quieres saber por
qué no voy? Porque tú hablas como un hombre”. Yo intenté defenderme. Ella me
preguntó: “¿Tú conoces los problemas económicos que nosotras, mujeres de
obreros, tenemos?” No. “¿Tú sabes que el viernes es el peor día para nosotros
porque el sueldo del obrero sale el sábado y el viernes casi no hay comida?”
No, yo le decía. “¿Tú sabes el tipo de trabajo que hacemos para aprovechar el
sueldo del esposo?” No. “¿Tú sabes las dificultades sexuales que tenemos con
nuestros esposos?” No. “Entiendes por qué no quiero ir a tus charlas, porque no
hablas desde nosotras”, me dijo. Esa mujer me abrió los ojos. No me daba cuenta
de que abría los ojos para mi condición de mujer en la Iglesia.
–¿Y cómo llegó al feminismo?
–Empecé
a leer a las teólogas feministas norteamericanas como Mary Daly. Leí su obra
Más allá de Dios Padre. Casi me morí porque ella criticaba casi todo lo que yo
creía. Me tomaba las entrañas, empecé a pensar... Leí a Dorote Solle, una
alemana, que hablaba de la complicidad de las iglesias cristianas con el
nazismo y hacía una relación entre la figura del Dios padre y el general.
Cuando recién había entrado al convento yo había vivido de cerca la represión.
Enseñaba Filosofía en una escuela pública y eran tiempos de la dictadura
militar. Con una de mis amigas que era profesora de Química fuimos detenidas
juntas, pero la policía a las dos de la mañana me dejó salir a mí y ella quedó
detenida. Mi amiga pertenecía a un grupo político. La torturaron y finalmente
cuando salió, al ver a los torturadores en la calle, terminó enfermándose y
murió. Ese artículo sobre el nazismo me abrió las puertas para pensar la
dictadura de Brasil y cómo también la religión se mezclaba en todo eso. Las
manifestaciones en plazas públicas de Tradición, Familia y Propiedad con
rosarios en la mano –no sé si aquí también se hicieron– para defender a la
gente del comunismo y apoyar a los militares. También leía a muchas
norteamericanas. Eso empezó a iluminarme. La clave fue que un día me encontré
con dos feministas en San Pablo, una de ellas me dijo: “Ustedes trabajan
teología, ¿pero cuáles son los contenidos?”. Sobre Jesucristo y otras cosas, le
dije. Y me preguntó qué cambio tenía eso en la vida de las mujeres, si yo
trabajaba la cuestión de la sexualidad, si había enfrentado el tema del aborto.
No, le dije. Y me di cuenta de que no conocía nada de las mujeres. Ese fue el
comienzo. Me acerqué a grupos feministas de Recife como SOS cuerpo, democracia
y ciudadanía. Decidimos programar tres encuentros entre feministas liberales y
teólogas en Recife, San Pablo y Río. Desde ese momento, hice mi opción por el
feminismo, alrededor de 1992.
–¿Qué la movilizó a involucrarse con
la defensa de la despenalización del aborto, uno de los pecados más graves para
la Iglesia Católica?
–Fueron
muchas casualidades. Los grandes cambios en mi vida vinieron por azar. Yo apoyaba
la causa por saber de mujeres que se habían hecho abortos en mi barrio y
también entre las feministas. Las apoyaba como persona pero no tenía muy claras
las cosas. Hasta que un día una de las feministas de San Pablo me llama por
teléfono a Recife y me dice si podría dar una entrevista a la revista Veja
sobre la Iglesia Católica y la formación de curas, y acepté. Hice la
entrevista. Al final, el periodista me pregunta en off the record si yo conocía
casos de mujeres que se habían hecho abortos. En ese momento justo había
ocurrido que una chica que yo conocía del barrio, que tenía ya cinco hijos y se
había enamorado de un hombre que trabajaba en una estación de servicio, después
de una noche juntos había vuelto a quedar embarazada. Ella tenía problemas mentales
y se había hecho el aborto con misoprostol. Se lo comento. El periodista me
dice que en ese caso el aborto no es un pecado. Yo digo: “Claro, no es un
pecado”. Entonces, rompiendo el off the record, el periodista publica en la
revista la entrevista diciendo que una monja católica está en contra de la
hipocresía de la Iglesia y a favor del aborto. Me molestó que lo pusiera.
–¿Era la primera vez que usted se
manifestaba públicamente a favor del aborto?
–Sí.
Fue un lío total. El tema repercutió en la prensa nacional e internacional.
Publicaron una foto mía con un crucifijo y la Virgen para hacer sensacionalismo
con el tema. Eso fue en el ’94 o ’95. El obispo de mi diócesis me pidió una
retractación pública. Yo no acepté. Le dije que sabía de los dolores de las
mujeres. De pronto me vino un gran coraje. Pero me llegó una segunda carta
pidiendo otra vez una retractación pública, querían que acusara al periodista
de mentiroso. Me negué. En la tercera carta me avisan que iban a enviar un
dictamen al Vaticano para abrir un proceso en mi contra. El Vaticano reaccionó
y tuve que hacer muchas cosas.
–¿Cuál fue el castigo?
–Primero
quisieron sacarme de mi congregación. Pero no lo consiguieron porque las
autoridades de mi congregación no apoyaban el aborto, pero me apoyaban a mí. Me
propusieron otra alternativa: salir de Brasil y volver a hacer estudios de
Teología. Yo ya tenía una licenciatura y un doctorado en Filosofía. Me
obligaron a estudiar de nuevo. En la carta del Vaticano decían que yo era una
persona muy ingenua, que no había razonado desde las claves que la Iglesia
negaba, y por mi ingenuidad me mandaban a estudiar para aprender de nuevo la
doctrina católica. Querían que fuera a Europa. Como ya había estudiado en
Bélgica, decidimos que fuera allí. La gente ha sido muy buena conmigo. No tuve
ningún problema. Hice otro doctorado allá. La contradicción es ésa: te condenan
y después hasta se olvidan que te condenaron y te dan un doctorado en nombre
del papa Juan Pablo II. Es casi chistoso.
–¿Con qué argumentos defiende la
despenalización del aborto en una estructura como la de la Iglesia Católica,
que condena tan duramente esa práctica incluso cuando se trata de un embarazo
producto de una violación o corre riesgo la vida de la mujer?
–Ni
en caso de fetos anencefálicos lo permite la Iglesia. Es algo espantoso. Hay
una forma de hacer teología metafísica que naturaliza la maternidad, que te
hace dependiente de un ser suprahistórico. Yo hago la deconstrucción de ese
tipo de pensamiento. En mi militancia por la causa de las mujeres, no sólo del
aborto, trabajo en la teología feminista. Y ellos no lo aceptan. He tenido un
segundo proceso por mi pensamiento también. Tuve que contestar tres páginas de
preguntas. Si creo en la Trinidad, si creo que el Papa es infalible, cosas de
ese tipo. Lo que hago es la deconstrucción del discurso religioso justificador
de la superioridad masculina. Justificador también de que hay una suprahistoria
que nos conduce, deconstruyo qué es la naturaleza. Un obispo incluso justifica
que se lleva a término un embarazo de un feto anencefálico porque Dios lo
quiere, es de un primitivismo hasta chocante. Una persona más sencilla no dice
una tontería como ésa. Mi trabajo es deconstruir eso y también la Biblia como
la palabra de Dios. Yo digo: no es la palabra, es una palabra humana, donde se
pone una persona a la cual se le atribuye, dependiendo de los textos, una
característica. A veces Dios es vengador, a veces bueno, a veces manda matar
profetas. Intento entrar por la línea del humanismo, donde el dolor del otro me
toca, me provoca. Dios es más un verbo. Quiero diosar, quiero sentir tu dolor y
quiero que sientas mi dolor. No hay una ley de arriba que dice “no hagas
abortos” o “no mates”. El hecho es que de muchas maneras nos matamos, incluso
afirmando que no mates. La vida social es una vida de vida y muerte. Mi trabajo
principal es la deconstrucción del pensamiento, de la filosofía, de la teología
que mantiene estas posiciones en contra de las elecciones de las mujeres, en
contra de los cuerpos femeninos, en contra de los dolores femeninos. Y esto les
molesta mucho, porque dicen que, según Santo Tomas, el alma masculina viene
primero, para de nuevo demostrar la superioridad masculina, o sostienen que
desde el principio de la unión del óvulo y el espermatozoide está el alma
creada por Dios. Y ahora toman la ciencia del ADN para justificar sus
posiciones.
–¿Qué contesta a esas
argumentaciones?
–Digo
cosas muy sencillas: el óvulo es una posibilidad de ser un ser humano, pero
para poder ser un ser humano necesitas de sociabilidad, de vida. La Iglesia
valora mucho más la vida del feto que la de las mujeres, y entonces mi pregunta
es por qué la vida de las mujeres tiene menos valor. Hablan de la inocencia. Y
yo digo: ¿Qué es la inocencia? ¿Por qué se habla de la inocencia del feto y no
de la inocencia de la mujer que fue violada? No son argumentos que convencen a
todas las mujeres católicas, pero si puedo hacer un proceso de formación hay
luces que se encienden. A veces me dicen: “El de arriba quiere esto”. Y yo le
digo. “El de aquí, tú, tienes que decidir”. Lo que hago es siempre volver la
responsabilidad no para el sacerdote, el obispo, a Dios, a la Virgen. El que
decides, digo, eres tú. También hago la reconstrucción de algunas cosas del
cristianismo. El cristianismo habla de la reencarnación. Ellos creen que sólo
Jesús encarna. No es así. Hay muchas corrientes. Lo divino está en carne
humana. También ahí argumento. Y digo a las mujeres que hay que cambiar esa
creencia. El divino habita en cada una. Es un poco por ahí que hago la
reconstrucción de la teología y las filosofías que mantienen esta postura.
–¿Y en su congregación la apoyan?
–Me
apoyan como persona. Hacemos una distinción. Yo estoy muy presente cuando me
necesitan, si alguien está enferma, si me piden un texto para un retiro, para
unas ancianas, también en mi barrio en Recife, con la gente sencilla, que me
viene a decir que hizo una promesa. Yo escucho. Pero también tengo el otro
lado, la cara de la intelectual, de de-constructora de las teorías dominadoras
de la gente, no sólo de las mujeres: dominan también a los pobres. Me da pena
ver la cantidad de iglesias neopentecostales en la televisión que toman la
plata de la gente para hacer milagros y sacar el diablo de la gente: eso no es
religión, es mercado, negocio.
–¿Por qué voces como la suya son tan
aisladas dentro de la Iglesia Católica?
–Es
que no nos dan ningún espacio. El Vaticano cerró el Instituto de Teología de
Recife, donde yo trabajaba, porque nos decían que éramos comunistas, y no era una
institución seria para la formación del clero. Después del cierre y por
defender la legalización del aborto no tengo lugar en la institución como
maestra con dos títulos doctorales, con más de 30 libros publicados y
tantísimos artículos, porque les molesto. Y también hay otro problema que es
muy serio: tampoco tenemos lugar en las parroquias, en los lugares donde está
la gente. Hay un convento de monjas de clausura cerca de mi casa, donde me
invitaban a que fuera a darles charlas para que les contara cómo estaban las
cosas afuera, y el obispo –no el actual, el anterior– las llamó por teléfono y
les dijo que yo era una mujer muy peligrosa, que no me invitaran más. Los
espacios de reproducción de este pensamiento son absolutamente escasos.
–¿Ha pensado en irse de la Iglesia?
–No,
por coherencia con cierto feminismo y con el cristianismo. Porque irse
significa también desconectarse de las mujeres, las que más sufren, todas son
creyentes. Creo que las feministas no han trabajado suficientemente las cadenas
religiosas de los medios populares, que son cadenas que consuelan y oprimen al
mismo tiempo. No puedes ser feminista ignorando la pertenencia religiosa de las
mujeres; si no son católicas, son de la Asamblea de Dios, o de la Iglesia
Universal, o del candomblé o del espiritismo. Y en cada lugar de éstos hay una
dominación de los cuerpos femeninos. La religión es un componente
importantísimo en la construcción de la cultura latinoamericana y, a tal punto,
que aquí en la Argentina la conexión entre Iglesia y Estado es tan fuerte. En
Brasil tenemos oficialmente la separación, pero en la cultura no. A la
presidenta Dilma la han presionado, en la cultura, tanto que ya no habla más de
su posición a favor de la despenalización del aborto. Se retractó. Hay que
cambiar la Iglesia desde adentro.
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