jueves, 10 de mayo de 2012

¿Deberíamos celebrar los valores de la maternidad?

Carlos Molina Velásquez (*)

SAN SALVADOR - Es posible que la idea más absurda sobre la maternidad es la que dice que obedece a una especie de determinismo biológico (“instinto maternal”) o al mandato de algún dios, y que eso precisamente es lo que celebramos cada 10 de mayo. ¡Menudo disparate! ¿Qué sentido tendría celebrar un “amor” que no tiene alternativa posible? Imagínense si al decir: “Mamá: gracias por tu dedicación, por tu empeño, por todo lo que hiciste por mí”, recibiéramos por respuesta algo así como: “No tienes que agradecérmelo, ¡si ya lo tengo inscrito en mis genes!”. O excediéndose en lo piadoso-cosmogónico: “No es para tanto, ¡para eso fuimos creadas las mujeres!”.

La razón por la que vale la pena celebrar este 10 de mayo es que “ser madre” es algo “bueno y valioso”, además de un modelo a seguir y un conjunto de prácticas a fomentar. Muchos vemos a la maternidad como un conjunto de prácticas históricamente reproducidas y socialmente construidas, dentro de las cuales (no todas, sin duda) habrá muchas que consideramos fundamentales para ser felices, para realizarnos como personas, y que constituyen posibilidades reales de felicidad y realización para muchas mujeres. El cuidado que prodigan a sus hijos e hijas, los esfuerzos que hacen para darles un buen ejemplo, la capacidad para gozar y celebrar cuando las cosas marchan mal, el empeño que las convierte en auténticas fortalezas ante las catástrofes ambientales o las guerras… Está muy claro que se trata de valores, sin duda.

Pero celebrar la maternidad no quiere decir que debamos aceptarla sin cuestionamientos, sin ninguna crítica a muchas de sus concreciones históricas. Reparemos, por ejemplo, en la reducción consumista que convierte al Día de la Madre (sea cual sea la fecha) en una fiesta más dentro del calendario del capitalismo global. O pensemos en las denuncias y legítima indignación de las compañeras que luchan por sus derechos sexuales y reproductivos, entre los que hay que considerar el de la libre elección de la maternidad, en el momento y condición que lo prefieran, así como la libertad para renunciar a ella del todo.

El Salvador no es en absoluto un país para mujeres jóvenes. Según una reciente noticia, “una de cada 12 niñas que cumple 15 años de edad ya está o estuvo embarazada”. Ante una realidad con estos colores, resulta evidente que no puede aceptarse así como así la celebración de una “maternidad” que tenga por origen alguna de las formas que adopta la coerción: chantaje, engaño, seducción, estupro, incesto…

Ahora bien, ¿quiere decir lo anterior que la maternidad es una construcción vacía o perversa, significa que “ser madre” es una farsa macabra? No creo que se trate de eso y tampoco me parece que todas las compañeras feministas compartan una noción semejante. Está claro que la lucha que las anima es la de la denuncia y transformación de las condiciones sociales que obligan a muchas mujeres a asumir la maternidad como una imposición disfrazada de buenaventura.

Pero lo que casi nunca se destaca con suficiente claridad es que esta lucha debe ir acompañada de otra tarea igualmente importante: la del reconocimiento de los valores que constituyen una maternidad fecunda, humanizadora y que pueda constituirse en dimensión fundamental de la realización personal de las mujeres.

En efecto, incluso una crítica feminista de la maternidad no tiene que interpretarse necesariamente como equivalente al rechazo de todos los valores asociados al “ser madre”. A mi juicio, y en aras de garantizar una sociedad incluyente y diversa, una lucha por los derechos de las mujeres debería incorporar la reflexión sobre las diversas formas de vida que las mujeres pueden elegir, en orden a alcanzar su plena realización, entre las cuales se encontrarán diversas formas de concebir y vivir la maternidad.

Algo importante a considerar: no sólo se debe luchar para lograr el desmontaje de los hábitos y conductas alienantes que se ocultan bajo el manto de “la maternidad”, sino que deben recuperarse aquellos otros hábitos y conductas que, por el contrario, se presentan como expresiones concretas de auténticos valores, como formas de vida que las mujeres valoran. Sería un terrible desatino convertir el coraje de una madre que tuvo que criar sola a sus hijos en un mero “resultado” de las injusticias (abandono de su pareja, analfabetismo, pobreza), restándole importancia a sus elecciones y a los modelos que la inspiraron (su propia madre, tal vez). Semejante “ficción mecanicista-historicista” se quedaría muda ante muchas preguntas acerca del valor de las decisiones y acciones de esta mamá, y nos ayudaría poco a comprender por qué otras mujeres que sufrieron injusticias semejantes no desarrollaron un compromiso con esos valores o por qué eligieron caminos diferentes.

Un compromiso con la emancipación de las mujeres no debería identificarse con un mundo en el que todos y todas compartirían una misma figura del “buen vivir”. Más bien, se trata de construir un mundo en el que quepan muchos y diversos mundos (Franz Hinkelammert). Asimismo, más que un cambio de valores necesitamos reconstituir la mayoría de los que ya fomentamos. Algunos de estos son los que asociamos con las mamás. No son prescripciones ni normas que todas las mujeres deberían acatar, pero sí son valores por los que es legítimo optar. Y también son valores que apreciamos, incluso aquellos que nunca podremos “ser madres”, y vale la pena que nos unamos a ellas para celebrarlos.

(*) Académico y columnista de ContraPunto

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